Los viernes por la noche, Lakehurst se detiene. El ruido de las fábricas se apaga, los bares bajan la música, y todo el mundo mira hacia los estadios iluminados. No hay religión más fuerte que el fútbol, ni altar más alto que el césped mojado bajo los focos. Cada viernes, esas luces vuelven a encenderse. Cada equipo, cada chico, cada ciudad respira el mismo aire cargado de esperanza y miedo. Porque en Lakehurst, el fútbol no es un juego.